martes, 4 de diciembre de 2007

TRUCHAS EN EL QUILLÉN. EL PARAÍSO AL PIE DE LA CORDILLERA

A más de mil metros sobre el nivel del mar, en pleno paraíso al pie de la Cordillera de los Andes, el equipo de Ni un pique dijo presente en el Lago Quillén para dar inicio a la temporada de Truchas. Así es amigos, después de la exitosa temporada de pejes, dejamos atrás las líneas de tres boyas, archivamos barranquines, descartamos flotalíneas y frizamos la mojarra para cargarnos al hombro nuestros modestos –pero efectivos- equipos de flycast.
Esta vez el destino elegido fue el Lago Quillén, en la provincia de Neuquén, pagadito a límite con Chile. Saliendo desde la ciudad de La Plata, son casi 1.600 kilómetros los que nos separan de este espejo de aguas transparentes rodeado de montañas y bosques impenetrables.

El camino hasta el camping ubicado sobre la orilla del lago no ofrece ninguna dificultad, con lo cual es posible llegar con cualquier tipo de vehículo; incluso -como fue en nuestro caso- remolcando una embarcación.

El jueves 15 de noviembre de 2007, a las 18 horas, el equipo de Ni un pique partió desde La Plata con los miembros fundadores Gustavo, el Tano y Gonzalo, y el nuevo socio adherente (¡cada vez somos más!) y especialista en flycast y cocina gourmet, el Mendo. Tras unas 20 horas de viaje y cargados de expectativas, a las 3 de la tarde el Quillén nos recibió con una lluvia suave pero persistente. Las nubes bajas y espesas habían secuestrado el paisaje y amenazaban con llevarse también nuestra esperanza de comenzar la pesca ese mismo día.
Sin perder la sonrisa –al fin y al cabo estábamos en el paraíso- comenzamos a armar el campamento y casi como por arte de magia, en apenas 40 minutos ya estábamos tomando los primeros mates adentro de la carpa, escuchando el goteo incesante de la lluvia sobre la lona y el siseo relajante de la llama coronando la garrafa. Es verdad, llovía, pero no nos podíamos quejar.
Así pasamos una hora esperando que el clima se apiadase de nosotros y comprendiera de una vez por todas que nuestras 20 horas de viaje y mal sueño merecían algo mejor que un aguacero pertinaz. Pero no lo comprendió...
Cerca de las 6 de la tarde, una frase del Mendo nos sacó de una pasividad que ya se parecía mucho a la resignación: “si en 15 minutos no deja de llover, yo me voy a pescar igual”, dijo el tipo. Y la pregunta fue ¿Para qué carajo vamos a esperar 15 minutos? A ponerse los waders y darle duro a la pesca que se nos viene la noche, señores...

EL MENDO ENCONTRÓ EL NIDO

Como la tarde ya se estaba despidiendo decidimos no salir con el gomón y hacer unos intentos en una zona de juncales próxima al campamento. La lluvia seguía castigando, pero la ausencia de viento y el reparo de los sauces hacían un poco más llevadera la cosa.
Sin necesidad de entablar demasiado debate, hicimos una rápida lectura de las aguas y decidimos que en aquella superficie calma Y

entre los juncos, los streamers nos podían garantizar al menos un par de piezas. Algunos optaron por la Woolly Bugger negra o marrón, mientras otros, viendo que se venía la noche, optaron por moscas de colores claros, incluso blancas. En cuanto a las líneas, usamos las Cortland de hundimiento medio (444 SL Sink Tip Rocket Taper 20 FT) y de hundimiento rápido (444SL Quick Descent). Dada la profundidad del lago, necesitábamos que nuestras moscas profundizaran lo más rápido posible para luego empezar a recoger con tirones cortos y apenas espaciados.
Evidentemente, Dios recompensa a los hombres de fe...en menos de 10 diez minutos, el Mendo (sí, el mismo que se había animado a desafiar a la lluvia), clavó el primer ejemplar de la temporada: una truchita arcoiris que si bien no se destacaba por su tamaño, fue bien recibida como premio a tanto optimismo demostrado por el equipo. La foto de rigor y al agua nuevamente con la esperanza de encontrarla en el futuro más grande y peleadora.

Pero la cosa no terminó ahí...al menos para el Mendo. En apenas una hora más de pesca y ya con el anochecer copando la parada, enhebró cuatro capturas al hilo con su Woolly Bugger negra. Esta vez se trataba de arco iris de unos 40 centímetros, pescadas todas exactamente en el mismo lugar. Evidentemente, el Mendo había encontrado el nido. Para el resto sólo quedó mirar, aplaudir y conformarse con la certeza de que el Quillén podía regalarnos algo al día siguiente.
Con el cansancio acumulado y la lluvia instalada como para quedarse, la noche nos encontró en la carpa compartiendo una picadita frugal mientras trazábamos los planes para la mañana siguiente. El tinto acompañó el brindis de rigor y el café con whisky templó el alma para entregarnos al descanso merecido.

CON EL BOTE ES OTRA COSA

A las 7 de la mañana del sábado el equipo de Ni un pique abrió los ojos para confirmar lo que los oídos nos habían sugerido durante toda la noche: seguía lloviendo. Garrafita, mate en la carpa y la firme convicción de que en pocos minutos estaríamos embarcados buscando lugares propicios para una buena pesca. Por supuesto, a esa altura del partido el clima no fue materia de discusión; si quería llover, que llueva nomás. Ahora éramos todos Mendo!!!
8.30 de la mañana y con las nubes tan bajas que hasta parecía posible agarrarlas con la mano, pusimos proa hacia el extremo oeste del lago; allá donde el límites argentino se pierde en las montañas.
Con la experiencia de años anteriores visitando este mismo espejo, decidimos ir primero a lo seguro y visitar las mismas costas que otrora nos dieran buenos resultados. La sorpresa fue advertir que aquellos lugares ya no existían, o al menos habían cambiado radicalmente su fisonomía. La explicación era clara: a diferencia de otros años, el caudal del Quillén había aumentado más allá de lo habitual para la época, comiéndose aquellas costas y playas donde tiempo atrás habíamos pescado con toda comodidad.
De todas formas, haciendo un alarde de optimismo, nos animamos a probar allí mismo a pesar de la cercanía de los árboles a nuestras espaldas. El casteo se hacía realmente complicado, tan complicado que más de uno dejó la mosca clavado en lo alto de una rama. El lugar no anduvo nada bien y al término de una hora la tabla de capturas indicaba cero truchas, un sauce, dos pinos y un para de arbustos ajenos a nuestros conocimientos de botánica.
Se había comprobado la regla: “a seguro se lo llevaron preso” y, por lo visto, no había posibilidades de una pronta liberación. Así las cosas, y tras un plenario que incluyó bebidas espirituosas para mitigar el frío, decidimos explorar nuevos y desconocidos destinos.
Luego de 20 minutos de navegación lenta entre las olas y el viento (sin sucundún), encontramos un reparo que parecía interesante. Metidos hasta la cintura, atamos las Wooly negras, marrones y verdes y arrancamos de nuevo. Gustavo fue el primero en clavar una hermosa trucha que casi llegaba al medio metro; no hubo saltos ni frenéticas corridas, pero sí un gran esfuerzo por ganar el fondo del lago que puso a prueba la resistencia de la caña. La arco iris necesitó algunos minutos antes de cansarse, pero finalmente se entregó para llegar mansa a la orilla.
Del Mendo no había noticias. Gonzalo y el Tano seguían esperando su primera pieza de la temporada...
Y allá estaba el Tano. Desafiando todos los manuales de la pesca con mosca, asomaba bajo su chaleco un impresentable rompevientos bordó (sí, borrrrrrdó). La cuestión es que así vestido y todo capturó la única marrón de los tres días de pesca. Un hermoso ejemplar que no se dio por vencido hasta el último segundo en que la mano experta pero nerviosa del Tano logró sacarla del agua. Hubo pausa para un almuerzo improvisado con mates y galletitas con paté. Sin dudas, la pesca con mosca es una actividad que cada tanto nos pide una pausa para descansar las piernas y la cintura, ya que no resulta una tarea liviana para el físico vadear las costas pedregosas con el agua a la cintura.

Llegada la tarde las capturas siguieron, algunos piques se perdieron, y finalmente Gonzalo alcanzó su primera trucha luego de haber perdido otra de forma increíble a menos de dos metros de la costa. El equipo en pleno había completado una extraordinaria faena. Fueron en total nueve truchas. Con las cuatro seleccionadas para la cena, regresamos al campamento donde nuevamente el Mendo nos sorprendería, aunque esta vez, con otros talentos.

LA MESA ESTÁ SERVIDA

Si recuerdan, allá por el principio de esta historia comentamos que el Mendo era un especialista en cocina gourmet. Pues bien, nuestro amigo se hizo cargo de sus títulos y diplomas y, cuchillo de filetear en mano, dio a luz una cena verdaderamente inolvidable.

La lluvia por fin nos había abandonado y armamos el fuego en plena lucha con la humedad residual. Cebollita salteada en aceite, crema de leche y champiñones fueron suficientes para tener lista la salsa. Las truchas cocinadas a la manteca sobre una paellera hicieron el resto.
Con el ocaso encima, armamos la mesa al aire libre para disfrutar de aquel manjar. Cuando la tarde se hizo noche, las estrellas tomaron el cielo por asalto invitando a imaginar que el sol sería protagonista absoluto de nuestro último día de pesca.

¡QUÉ DÍA, SEÑOR, QUÉ DÍA!

Y así fue nomás. A las 7.30 de la mañana, con el sol brillando a pleno, el equipo se fue acercando de a poco al fogón para entrarle duro a las tortafritas con mate. Con la panza llena y el equipo preparado, caminamos los 50 metros que nos separaban de la costa y enfilamos con “El amanecer II” hacia la desembocadura del arrollo Huihui.
La zona la habíamos visto desde el bote durante el regreso de la tarde anterior. Si ya desde lejos parecía una playa interesante para la pesca, una vez desembarcados coincidimos en que aquel era un lugar perfecto. Una playa de piedra de más un kilómetro de largo, cortada al medio por las aguas del arroyo que entraban con fuerza para romper la calma que ofrecía el Quillén en las primeras horas de la mañana.
Convenientemente distanciados unos de otros, ocupamos la primera mitad de la playa y comenzamos a lanzar probando hacia el veril, pero sin olvidar tampoco de hacerlo hacia nuestros lados.
Y así fue como Gonzalo obtuvo la primera trucha del día: una arcoiris de 47 centímetros que buscaba alimento bien cerca de la orilla. Sintiéndose atrapada, inició una feroz corrida aguas adentro obligando a soltarle metros y más metros de nylon. Fueron más de cinco minutos de saltos, inmersiones profundas, y corridas que tensaban la caña de izquierda a derecha y de derecha izquierda. Fue una batalla cargada de adrenalina, y el premio mayor para el pescador fue saberse digno vencedor de aquella lucha. Hubo gran entusiasmo en el grupo; parecía que el lugar cumpliría las expectativas. La foto de rigor para Gonzalo y la merecida devolución al agua para aquel magnífico gladiador del sur.
Moviéndonos apenas unos pasos entre lance y lance, las capturas comenzaron a encadenarse con un ritmo inusual para esta modalidad de pesca.
Gustavo pareció haber encontrado su propio nido en una franja de no más de cinco metros de playa. Manejando su particular técnica de recogida, que incluye sutiles toquecitos con la punta de la caña, en 30 frenéticos minutos sumó tres estupendas truchas en su cuenta personal. Era una cosa de locos: el Tano iba y venía con su cámara de fotos tratando de retratar aquella fiesta; la emoción fue tal que el fotógrafo casi deja la tibia en una roca traicionera que lo hizo tropezar y casi perder la cámara bajo el agua.
El heroísmo del Tanito tuvo su premio: allá cerca de la desembocadura del arroyo clavó un ejemplar que superó los 50 centímetros y no dio respiro a la hora de la pelea.
Mientras tanto, el Mendo probaba suerte en un pozón pegadito a la margen izquierda de la desembocadura del Huihui. Nos comentó que allí las piezas eran de un tamaño aún mayor y de una vitalidad asombrosa. Nos acercamos a la zona y experimentamos en carne propia lo que nos había contado el Mendo.
Qué truchas!!! Ya no importaba quién las pescara, alcanzaba simplemente con disfrutar del espectáculo que ofrecían cada vez que tomaban nuestros artificiales. Saltos y sacudidas fuera del agua; el lomo brillante iluminado por el sol; el chillido de reel rompiendo el silencio para soltar cada vez más nylon, saltos y nuevas arremetidas hacia el fondo; el esfuerzo tenaz por llegar al torrente del arroyo y aprovechar su fuerza para hacer más dura la batalla; el brazo en alto, tenso, acompañando el temblor de la caña que ya parecía de mimbre...y de a poco, el cansancio del pez que transformaba los saltos en un chapoteo resignado, las corridas pasaban a ser apenas un trote; eran los últimos intentos. A pocos metros del pescador, la silueta del pez comenzaba a dibujarse clara y mansa; el cansancio se imponía y la lucha culminaba para ambos.
Con 21 capturas, la última jornada en el Quillén fue simplemente inolvidable.
El resto, a quién le importa. Con la bronca del inminente regreso deshicimos el campamento y comenzamos a remontar los 1.500 kilómetros que nos devolverían a la ciudad y nos alejarían del paraíso.

Hasta la próxima salida, amigos!